Calles estrechas e intransitables llenas de un barro que se pega en la suela de los zapatos cuando llueve. Fosas sépticas que filtran las fecales contaminando la tierra y los pozos donde beben los vecinos. Un problema de salud pública y de impacto brutal sobre el medio ambiente. Eso son los asentamientos irregulares en suelo rústico. La peor cara de un urbanismo de tintes tercermundistas.
Las causas son claras. Unas edificaciones construidas contra la norma, unas administraciones incapaces durante décadas de poner orden y disciplina y el tiempo que corre y unas leyes que dicen que, transcurrido un determinado número de años, ahora en Andalucía son seis, ya no se pueden demoler esas casas.
El resultado es dramático: cientos, miles, unas 300.000 viviendas irregulares a lo largo y ancho de nuestra geografía andaluza, condenadas a su paulatina degradación. Ni se podían demoler legalmente ni tampoco se les podían dar servicios básicos como el agua, la luz o el alcantarillado. Un escenario dantesco con unas edificaciones habitadas pero en condiciones de salubridad inadmisibles, contaminando el medio físico, destrozando el paisaje.
Los expertos urbanistas y ambientalistas nos decían que no había más remedio que esperar a los planes generales para solucionar ese problema. Unos planes generales que tardan en aprobarse nueve años de media y que, cuando se aprueban, tardan mucho menos tiempo en ser anulados por los Tribunales, generalmente por un defecto de forma, por faltar algún informe, algún papel... El resultado, un callejón sin salida.
Y, mientras llegaban esos planes que nunca llegaban, los vecinos de esos asentamientos seguían y siguen viviendo allí y vertiendo sus residuos al terreno porque la norma sacrosanta les prohibía dotarse de saneamiento y agua. Nuestras normas prohibían adoptar medidas para mejorar la calidad de vida de los vecinos y para reducir el impacto sobre el medio ambiente. Un verdadero despropósito.
Pero los vecinos importan y también importa ese medio ambiente que parece importarle un bledo a quienes dicen defenderlo. A quienes no quieren que se metan redes de agua, ni de saneamiento porque -dicen- hay que defender el campo como si el campo fuera más importante que la gente y, sobre todo, como si el campo se defendiera permitiendo que se siga contaminando.
Es cierto que tenemos que afrontar, y de manera inmediata, el problema heredado de una generalizada indisciplina urbanística a lo largo y ancho de toda nuestra geografía. Un descrédito para nuestro urbanismo y un problema que las anteriores administraciones públicas intentaron resolver pero al que no fueron capaces de poner coto. Es cierto que tenemos que tomar todas las medidas disciplinarias que sean necesarias y precisas -medidas que se están tomando ya- para que este problema no se repita, para evitar el efecto llamada, reforzando la inspección y apoyando y colaborando con los Ayuntamientos en esas tareas. El urbanismo andaluz tiene que cambiar.
Pero, hoy por hoy, lo más urgente es paliar cuanto antes la dramática situación en la que se encuentran esos varios cientos de miles de ciudadanos andaluces que viven en asentamientos irregulares. Una situación que no tenía que haberse producido nunca, pero que, por desgracia, se ha producido y no se ha sabido o podido resolver.
El Gobierno andaluz acaba de aprobar un Decreto-Ley con intención de resolver el problema de gran parte de esas edificaciones irregulares. Un Decreto-Ley que ni legaliza ni amnistía, que no se aplica a los suelos protegidos ni a los que se encuentren en situación de riesgo mientras existan esos riesgos (que nadie se engañe ni nos engañe), pero que facilita a los Ayuntamientos unos instrumentos urbanísticos adecuados para mejorar las condiciones de vida de muchos de nuestros vecinos y para reducir el impacto sobre el medio ambiente de muchas de esas agrupaciones de viviendas irregulares. Se trata de una clara apuesta de tintes sociales y medioambientales que busca acabar de una vez por todas con esa situación tercermundista. La solución, por tanto, está ya encima de la mesa y ahora corresponde a los Ayuntamientos, con la colaboración de la Administración autonómica, aplicar esos nuevos instrumentos y reforzar la disciplina. La tarea es compleja pero ya no caben más excusas ni dilaciones.
Si todos colaboramos con lealtad, el Decreto-Ley recientemente aprobado puede certificar el inicio del fin del urbanismo tercermundista en Andalucía.
José María Morente del Monte. Arquitecto. Director General de Ordenación del Territorio y Urbanismo de la Junta de Andalucía.
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